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Occidentalismo


Autores: Ian Buruma y Avishai Margalit

Este es un libro escrito en 2003, con la memoria fresca de los atentados a las Torres Gemelas, por Avishai Margalit, un profesor israelí de filosofía y Ian Buruma, un experto holandés - estadounidense en culturas asiáticas.

Las ciencias sociales, aquellas que no aportan conocimiento desde estrategias de recolección de información cuantitativas - estadísticas, encuestas, proyecciones y predicciones, sino desde la proposición de marcos de comprensión de fenómenos con la ayuda del ensayo, la investigación historiográfica, la antropología, la filosofía, etc., siguen siendo un instrumento útil para abordar cuestiones de difícil comprensión.

Sin embargo, las ciencias sociales más cualitativas corren el peligro de la distorsión por la inclusión de prejuicios personales o sociales, lo que hace que su lectura sea más cauta, y lleva al investigador a seleccionar textos que ofrezcan metáforas o esquemas de comprensión más abarcativos, que no solo hagan inteligibles los fenómenos sino que contribuyan a enfoques menos viciados por las preferencias políticas, religiosas o étnicas. Huelga decir que también las ciencias sociales más “cuantitativas” corren peligros similares, pero al menos se cuenta con la posibilidad de refutar las pruebas recogidas u ofrecer una comprensión distinta de ellas.

El trabajo de Margalit y Buruma, que es un ensayo, tiene el mérito de poder entender el fenómeno del extremismo desde una perspectiva no esencialista, siendo que ésta ha inundado el campo de las ciencias sociales y políticas de los últimos años.

La distinción entre Oriente y Occidente, en sí misma, contribuyó más a graves distorsiones que a comprender ciertos fenómenos. Esa distinción, que no es nueva, ha surgido en la forma en que la conocemos hoy en Europa en el siglo XIX y engendró las líneas divisorias entre lo civilizado y lo bárbaro, entre lo desarrollado y lo primitivo, entre lo ilustrado y lo ignorante, etcétera, siendo el primero de los polos de cada una de ellas el “occidental”.

En la era de la Guerra Fría en el siglo XX, la distinción era utilizada por el campo liberal europeo-americano para distinguir los regímenes democráticos de los totalitarios (capitalistas versus comunistas), países desarrollados versus subdesarrollados (Primer Mundo versus Tercer Mundo). Con la caída del Muro de Berlín, la distinción principal se vería actualizada entre democracias y regímenes terroristas, siendo estos de corte teocrático o militar (el Irán de los ayatollahs o el Irak baathista de Sadam Hussein). El islamismo pasa a ocupar el lugar del comunismo como el segundo de los polos antagonistas.

No es este el lugar para declarar preferencias (resulta obvio, al menos para mentes abiertas y no afiebradas, estar más del lado de cualquier democracia que de un régimen tiránico. A menudo, el obvio apoyo se traduce en pasividad política (limitarse a seguir un bando en lugar de intervenir activamente por derechos que uno cree necesarios), y en flojedad intelectual. Eso lleva a posiciones acríticas y prejuiciosas. Eso sucede con lugares comunes contemporáneos cuando la preferencia por la democracia lleva a perder la perspectiva crítica sobre su funcionamiento, y el rechazo al fundamentalismo islámico lleva a la demonización de los practicantes de la fe musulmana. O en América Latina, el imposible punto de encuentro entre la crítica al comunismo cubano o al socialismo venezolano y la defensa de ambos ante las reales intervenciones imperialistas en su contra (el que critica a esos regímenes es cómplice del imperialismo y el que los defiende es totalmente acrítico de sus problemas).

Del mismo modo, los que ponen mucho énfasis en la crítica de las democracias y sus problemas (desigualdad, economías excluyentes), suelen hacer la vista gorda a dirigentes o regímenes autoritarios sólo debido a que se oponen a la democracia encarnada por Estados Unidos y su cultura. La actual polarización ideológica entre una derecha cada vez más nacionalista y una izquierda replegada (regresiva, según un término utilizado convenientemente por Maajid Nawaz) en valores de “tolerancia” pero moralmente selectiva, contamina todo el discurso público, desde el periodismo a la academia.

“Orientalismo” fue un famoso libro escrito por el intelectual palestino Edward Said, en el que compila todos los prejuicios vertidos por la mirada de intelectuales occidentales respecto de las culturas encuadradas por estos como “orientales”. Este libro es de alguna manera el padre intelectual de la izquierda regresiva, y de su repliegue en las políticas identitarias (por las cuales la opresión de una identidad sobre otra es contestada con la reivindicación complaciente de la propia identidad). De este modo, cualquier crítica dirigida a países o dirigencias no occidentales es catalogada automáticamente como “orientalista”, “racista”, “eurocentrista”, colocando un muro de comprensión en lugar de hacer causa común contra la opresión cualquiera sea su forma y origen.

De algún modo, la titulación de “Occidentalismo” del libro por parte de Buruma y Margalit, viene a recordarnos la otra cara olvidada de la moneda: el modo en que los supuestos no occidentales ven a lo que ellos interpretan como “Occidente”. Cuando ocurrió el atentado a las Torres Gemelas, Osama bin Laden y los fundamentalistas islámicos lo festejaron como un triunfo contra la Babel corrupta que degenera las costumbres y lo reduce todo a intercambio comercial. Otros, como en China y en otros países tercermundistas con ánimo antinorteamericano, también han sentido una sensación de victoria, no desde perspectivas religiosas puritanas, pero sí desde la perspectiva de la gozosa derrota de un imperio poderoso y rival.

Said critica al “orientalismo” por que este esencializa las culturas orientales, y termina cayendo en la esencialización de la cultura occidental mediante su reducción al eurocentrismo, pero Buruma y Margalit esquivan el riesgo inverso y ofrecen una poderosa metáfora para comprender el odio y la animosidad de unas culturas contra otras: la Ciudad.

El rechazo a Occidente, a la modernidad, al capitalismo, a la “sociedad fría, mecánica, calculadora, egoísta y corrupta”, tiene una genealogía que ni siquiera se limita al Tercer Mundo o a los fundamentalistas islámicos. Es un producto típico europeo de los siglos XX y XIX, de los modernismos reaccionarios como el de Heidegger y los fascismos, y también se remonta a tiempos más antiguos, desde el Imperio Romano hacia atrás. A la inversa, el progreso, el pensamiento racional, las libertades civiles no son patrimonio exclusivo de los siglos XIX y XX y de Europa: también han existido en Oriente, y en diferentes épocas. La historia es un excelente aliado contra los esencialismos.

Los autores citan al autor romano Juvenal, quien decía “¿Que puedo hacer en Roma? Nunca aprendí a mentir.” Roma, para Juvenal, era una ciudad en la que “de todos los dioses, es Riqueza la que suscita nuestra mayor reverencia”, una ciudad en la que los forasteros se mezclaban libremente con los nativos. “El lucro repugnante fue lo que desató una moral extranjera entre nosotros, una riqueza afeminada que con vil complacencia nos ha destruido a lo largo de los años”. Como no podía serlo de otro modo, también era antisemita y misógino. Juvenal rechazaba a griegos, judíos y mujeres, estas últimas “sean de alta o cuna o no, son capaces de hacer lo que sea para satisfacer su húmeda entrepierna”.

La Torre de Babel, simbolo biblico de la ciudad rica y corrupta

Juvenal antecede en su odio a la Ciudad (romana), a los autores que odiaban a las Ciudades modernas en auge (Londres y París), que también fueron amargamente criticadas por su violencia anónima destructora de costumbres y por su fría racionalidad (William Blake, T.S. Elliot, Marx y Engels, Heidegger, etc.)

El fenómeno de la gran Ciudad, en la que conviven muchas etnias, no es un fenómeno europeo, ni norteamericano. Tradicionalmente, sostienen los autores, los musulmanes no han aborrecido las grandes ciudades. Muy por el contrario, en las primeras épocas del islam el urbanismo experimento una cierta promoción como medio de vencer la ignorancia nómada. “Durante siglos, Bagdad y Constantinopla han sido grandes centros del comercio, el saber y el placer. La riqueza y opulencia de Pekín deslumbraron a un viajero procedente de la Venecia del siglo XVIII. Por comparación con el refinamiento de China, la Amsterdam del siglo XVII, con toda su riqueza, parecía una ciudad de provincias. Hasta finales del siglo XIX, Edo, la capital de Japón, era más grande y estaba más densamente poblada que cualquier ciudad europea, incluido Londres”.

Buruma y Margalit enfatizan: “Estamos ante la historia universal del choque entre lo viejo y lo nuevo, entre la cultura de lo auténtico y las argucias y artificios metropolitanos, entre el campo y la ciudad”. Esto no nos lleva a ser acríticos defensores de la Ciudad y olvidar el alto precio que se paga para disfrutar de sus libertades y riquezas (la alienación), pero sí a recordar que detrás de las múltiples divisiones ideológicas y culturales y sus disputas se encuentra esta matriz material, y remitirnos a las consecuencias generadas tanto por ella misma como por las reacciones retrógradas que pretenden contestarle.

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